Mario Vargas Llosa: cómo la Literatura lo rescató de una infancia de violencia y abuso

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La infancia de Mario Vargas Llosa terminó repentinamente cuando tenía once años, cuando descubrió que el padre al que miraba cada día en un retrato y que, según le había relatado su madre, había muerto hace tiempo, todavía estaba vivo, y cuando un cura abusó de su inocencia.

Nacido en Arequipa en 1936 en Arequipa, sur de Perú, pertenecía a una familia de clase media y fue educado por su madre, Dora Llosa Ureta, quien se había separado de Ernesto Vargas Maldonado, operador de radio en una empresa de aviación, pocos meses antes del nacimiento de su hijo. Una década después, el matrimonio volvió a convivir, para terror de Mario.

«Tuve una relación desastrosa con mi padre, y los años que viví con él, entre los once y los dieciséis, fueron una verdadera pesadilla», escribiría el Nobel. «Por eso siempre envidié a mis amigos y compañeros de infancia y adolescencia, que se llevaban bien con sus progenitores y mantenían con ellos, más que una relación jerárquica de autoridad y subordinación, de cariño y complicidad».

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«Creo que le debo mucho a mi padre sin él quererlo. Recuerdo que cuando fui a vivir con él, yo tenía unos 10 años, para mí la literatura llegó a ser la verdadera vida», diría en una entrevista publicada en 2019. «Eran las horas cuando leía cuando me libraba de su presencia, que era algo que a mí me aterrorizaba».

Y continuó: «Yo vivía en el miedo permanente con mi padre. En Lima, con mi padre, muy lejos de mi familia materna, que era mi verdadera familia, la lectura se convirtió en la verdadera vida. Si yo no hubiera tenido libros, la vida habría sido para mí el infierno».

«En gran parte mi pasión se debe a mi odio a mi padre y en cómo mi padre se convirtió en una persona que me destruía, que me intimidaba. Busqué un refugio en la literatura, que fue un gran refugio. Después he pensado que si la aversión de mi padre por la literatura no hubiera sido tan grande, probablemente mi pasión por la literatura no habría sido tan grande».

Confesó finalmente: «Él detestaba tanto la idea de que un hijo suyo pudiera ser escritor que mi pasión por la literatura fue una manera de resistir esa autoridad tan aplastante. Paradójicamente creo que le debo muchísimo a mi padre, pero en el sentido negativo».

«Era un niño inocente como un lirio»

Por entonces, «no cruzó por mi cabeza uno solo de aquellos que los confesores llamaban malos pensamientos; ellos aparecieron después, cuando ya vivía en Lima. Era un niño travieso y llorón, pero inocente como un lirio», recordaría.

Contaría después que fue entonces cuando experimentó en carne propia los abusos dentro de la Iglesia católica, cuando fue manoseado por un sacerdote. «¡Pasó hace mil años! Yo estaba muy chiquito…», recordaría en una entrevista.

«Quedé muy fastidiado con ese intento de masturbarme del curita, un hermano que se llamaba Leoncio. Ocurrió cuando yo estaba en sexto de primaria. Al año siguiente el curita estaba muy avergonzado, no se atrevía a saludarme en los recreos, cuando ya ni siquiera yo estaba ya en su clase», relató.

«La única consecuencia que tuvo esta historia fue que yo, que había sido muy católico, empecé a darme cuenta de que yo ya no creía», agregó el escritor. A raíz de la experiencia, la religión se convirtió para él «en una especie de cosa puramente formal»

«La religión dejó de ser un problema para mí, al contrario que para algunos compañeros que estaban muy obsesionados con el tema religioso. La verdad es que en el caso mío aquello fue un pequeño incidente», relató el Nobel.

«En algunas personas tuvo unas consecuencias traumáticas, pero no fue mi caso. Ese curita no llegó a cosas mayores. Cuando sentí sus manos buscando en la bragueta me puse muy nervioso, salí completamente de la habitación, y él también fue atacado de igual nerviosismo», rememoró.

Al volver a su casa, el pequeño Mario guardó el secreto por «la vergüenza que tenía». «Ni siquiera se lo conté a mis amigos. Creo que hasta que pasaron muchos años, cuando escribí mis memorias, ahí lo mencioné, pero no me hubiera atrevido yo jamás a divulgarlo antes. ¡Imagínate ante una cosa así cuál hubiera sido la reacción de mi padre!»

«Mi madre fue muy religiosa, como mi familia materna. Jamás pude contarle algo así, el escándalo hubiera sido para ella intolerable», dijo el Nobel. «Mi padre tomaba una distancia. Al separarse de mi madre se juntó con una persona evangelista. La primera vez que me pegó fue al poco tiempo de ir a Lima, un domingo en que yo estaba castigado y pensé que el castigo no incluía la ida a la misa».

Al comparar su experiencia con la de las miles de víctimas de abusos en la iglesia denunciados en los últimos años, Vargas Llosa dijo: «Muchos de esos niños sufren generalmente un trauma que les dura toda la vida, y quedan muy afectados. No ocurrió conmigo porque aquello fue apenas un momento».

«Pero si tuvo el efecto de apartarme de la religión, de desinteresarme de ella, y me di cuenta de que ya no creía, que mi relación con la Iglesia era una actitud completamente formal en la que no había un empeño interior como el que tenía antes ante la cosa religiosa», agregó.

«En esta época en que estas cosas se pueden tratar abiertamente hay que ser muy muy intolerantes con los abusos a niños porque pueden afectar gravemente a los chicos que son víctimas de los curas morbosos», dijo en una entrevista con el diario El País.

«Empecé a gritar ¡Suélteme, suélteme! con todas mis fuerzas»

El nefasto recuerdo fue contado por Vargas Llosa en sus memorias El pez en el agua, publicado en 1993. «Solamente cuando escribí esas memorias me atreví a mencionar este episodio del que durante muchos años no llegaron a saber ni los más íntimos».

«Pese a su fama de viejieto cascarrabias, al Hermano Leoncio, que solía darnos un coscacho cuando nos portábamos mal, todos lo queríamos, por si español afrancesado. Me comía a preguntas, sin darme un intervalo para despedirme, y de pronto me dijo que quería mostrarme algo y que viniera con él», relató el escritor, quien dijo que escribió esto cuando sintió que tenía la «audacia suficiente» para contar su experiencia.

«Me llevó hasta el último piso del colegio, donde los Hermanos tenían sus habitaciones, un lugar al que los alumnos nunca subíamos», relató en El pez en el agua. «Abrió una puerta y era su dormitorio: una pequeña cámara con una cama, un ropero, una mesita de trabajo, y en las paredes estampas religiosas y fotos. Lo notaba muy excitado, hablando de prisa, sobre el pecado, el demonio o algo así, a la vez que escarbaba en su ropero».

«Comencé a sentirme incómodo. Por fin sacó un alto de revistas y me las alcanzó. La primera que abrí se llamaba Vea y estaba llena de mujeres desnudas. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. No me atrevía a alzar la cabeza, ni a responder, pues, hablando siempre de manera atropellada, el Hermano Leoncio se me había acercado, me preguntaba si conocía esas revistas, si yo y mis amigos las comprábamos y las ojeábamos a solas».

«Y, de pronto, sentí su mano en mi bragueta», concluyó. «Trataba de abrírmela a la vez que, con torpeza, por encima del pantalón me frotaba el pene. Recuerdo su cara congestionada, su voz trémula, un hilito de baba en su boca. A él yo no le tenía miedo, como a mi papá. Empecé a gritar «¡Suélteme, suélteme!» con todas mis fuerzas y el Hermano, en un instante, pasó de colorado a lívido. Me abrió la puerta y murmuró algo como «pero, por qué te asustas». Salí corriendo hasta la calle».

ds

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