Edmundo Rivero se llamó Edmundo porque su madre, ávida lectora, lo bautizó así por el personaje de El Conde de Montecristo. Hijo de un ferroviario de la estación de trenes Puente Alsina, jamás destacó por su apariencia física, más bien todo lo contrario. Una larga «napia» y facciones similares a las de un dibujito animado le valieron el mote de «el Feo».
Para hacerse una idea de su apariencia, hubo una época en la cual, junto a su amigo Benjamín Achavál, llamaban a números al azar en el teléfono. Si atendía una joven, le entonaba una canción romántica.
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Aunque, lejos de padecerlo, no se inmutó, porque tenía un camino pendiente por recorrer; el de la música. «Bueno, no voy a decir que soy un tipo lindo. La napia siempre me anduvo delante de los pies, el mentón tirando a prominente y al ver las fotos uno comprende el paso de los años. Aunque ni los años ni la fealdad me preocuparon nunca”, reconoció en una ocasión.
Música para cine, libros, tango y un estilo único
Edmundo estudió guitarra y canto en el conservatorio, aunque su formación iba mucho más allá de eso. Sus dos tíos cultivaron una curiosidad en el pequeño -uno era contador general de la Casa de Gobierno y organizaba reuniones con poetas y cantantes, mientras que el otro lo incentivó en la lectura de Almafuerte, Lugones, Espronceda y Edgar Allan Poe, entre otros autores.
“El canto es una manifestación emocional congénita. Mi formación se debe a mis padres, mis tíos y los payadores e improvisadores que escuché”, expresó en una entrevista Rivero quien, confesó, que si bien escuchaba a Gardel en la radio, eran otras sus inspiraciones. Pudo absorber la ópera de Schubert, Beethoven, Rossini y Wagner, para luego volcarla en el tango.
A la par del estudio, ya era un reconocido guitarrista en su zona, Pompeya, y tocaba en bodegones, radios y hoteles. “El primer sueldo que cobré en la radio fue producto de un trueque entre la emisora y una casa anunciadora: ¡un pescado!… aunque a elegir entre pejerrey y merluza”. Si bien el dinero no llegaba en cantidades que esperaba, él estaba contento, formando dúos separados con sus hermanos, Eva y Aníbal, y acompañando a artistas como Nelly Omar y Francisco Amor.
Gracias a sus shows, pudo conocer el mundo de la noche, donde se encontraba con cualquier tipo de personas y donde descubrió el léxico que cambió su estilo para siempre: el lunfardo. Además, era para él una forma de vivir, de pertenecer: “La gente de la noche es más amplia, no está tan apurada, es más sincera. Contra lo que dicen muchos -que en la noche se pierden las ganas de luchar por la vida-, yo pienso que es al revés. Por la noche la gente disfruta el esfuerzo de esa lucha diaria”.
Edmundo musicalizaba películas mudas en un cine de Avellaneda cuando, en una ocasión, decidió ponerle voz a lo que tocaba. ¿El resultado? Un público enojado, que chistaba y zapateaba el piso con furia. De todas formas, eso no lo desanimó, más bien le reveló que su vocación era el canto.
Frustrado por la falta de oportunidades, se convirtió en un oficinista del Servicio Administrativo del Arsenal de Guerra, aunque eso no duró mucho. Cuando su amigo Emilio Karstulovic, ex corredor de autos y propietario de la radio La Voz del Aire y de la revista Sintonía, lo llamó para cantar en un programa, no dudó en intentarlo de nuevo.
Gracias a esta oportunidad llegó el llamado de Horacio Salgán, un arreglador tan bueno como revolucionario, ya que componía en ritmos que no eran aceptados por la gente en aquel entonces. Así nació una dupla poco común, descrita así por Rivero: “La música de Salgán, sus orquestaciones, en esa época eran revolucionarias y yo tenía una voz de bajo, cosa inaudita en un tiempo donde todos los cantores de tango exhibían registro de tenor”.
Ambos sabían sobre el rechazo, aunque esta no fue la ocasión. Las letras en clave de lunfardo, materia que Edmundo aprobó con creces, flotaban sobre el colchón de sonido que le propiciaba Salgán. La voz del cantante era tan grave que sorprendía a todos. Así, con una docena de grabaciones en la espalda y su huella en tangos como Sur, El último organito y Yo te bendigo, llegó en la década del 50′ al mundo del cine: apareció en títulos como El cielo en las manos (1950), Al compás de tu mentira (1951), Pelota de cuero (1963), La diosa impura (1964), Buenos Aires, verano 1912 (1966) y Argentinísima II (1973).
El éxito que le fue esquivo durante tanto tiempo finalmente llegó. En 1969 inauguró El Viejo Almacén, un icónico centro tanguero ubicado en el barrio de San Telmo, por el cual pasaron tanto figuras nacionales como internacionales. En 1985 recibió el Konex de Platino como Mejor cantante masculino de tango. Una miocardiopatía en enero de 1986 acabó con la vida del arrabalero alternativo, de la voz grave que emergió entre tanto tenor.