Carpinchos, el dilema

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La ecología es una ciencia. No es un sentimiento. Como tal, responde al método científico (sintéticamente: formulación de hipótesis, recolección de datos y comprobación experimental). Su objeto de estudio son las relaciones –complejas– de los seres vivos entre sí y con el medio en el que se desenvuelven. Nada de esto supone improvisación alguna. O sí. El fenómeno actual es interesante.

La obcecada decisión oficial de destruir el sistema científico convive con un número alucinante de legos que, muchos ocupando lugares públicos, se arrogan conocimientos académicos que su formación no avala. No solo se invisten de cargos públicos para los que carecen de toda preparación, sino que –además y con inaudito tupé– llenan sus frases de conceptos que en sus bocas se vuelven errados, vacíos, básicamente una parodia de la verdad.

La disputa sobre los carpinchos en el delta (o, mejor dicho, en Nordelta) es una muestra detallada y obscena de ese fenómeno. Un señor que, aun carente de recorrido académico, ocupó cuanto cargo público le ofrecieran, hoy funge de Secretario de Turismo, Deporte y Ambiente (desconocemos en qué orden). En dicha capacidad osa ilustrarnos acerca de la vida reproductiva de la especie Hydrochoerus hydrochaeris y hasta nos da la receta que solucionará la vida de los amenazados por la “furia” de los carpinchos, capibaras, chigüires o ronsocos, nombres vulgares que designan al más grande roedor viviente, herbívoro absoluto, inofensivo, asustadizo, de exagerada calma y hábitos acuáticos.

El “conflicto” se da porque los moradores humanos del barrio privado Nordelta entienden que este simpático barril peludo de patas cortas invade su hábitat y condiciona su confort. Si no tuvieran allí sus casas, jardines, albercas y macetas, la vida reproductiva de los capibaras no les sería motivo de preocupación. Aun cuando, como dijera un ambientalista que quiso llevar tranquilidad a los propietarios o inquilinos durante una entrevista televisiva, los carpinchos no revisten “ningún peligro para la propiedad privada”, sin especificar cuáles especies sí suponen un riesgo a tan sacrosanta categoría del capitalismo.

Seguramente es la presunción de ese “riesgo” la que da lugar a la intervención de las autoridades ambientales del Gobierno nacional. El mismo Gobierno que no dudó en degradar el área de su condición de Ministerio a subsecretaría, que se pronuncia como negacionista climático, que desmanteló toda estructura de control y que vocifera que los recursos naturales deben ser explotados sin consideración ecológica alguna, se consterna por el vínculo entre nordeltinos y carpinchos a través de la aguda intervención del secretario Daniel Scioli y del subsecretario Fernando Brom. Ambos, subrayemos, desconocedores absolutos de la gestión ambiental y/o de la ecología en su condición de ciencia. Podríamos decir que, lejos de ser idóneos, vendrían a ser hidoños.

No obstante, y manifestando que se apoyan en “especialistas” a los que no identifican, afirman sin pudor que hay “superpoblación” de ejemplares de esta especie estigmatizada.

La superpoblación de una cierta especie no es una impresión. Se mide, se calcula, se establece. Está relacionada con un concepto llamado “capacidad de carga”, que es cuántos ejemplares de una especie “tolera” un ambiente específico en determinado momento. No sería muy científico señalar que hay superpoblación de carpinchos en Nordelta simplemente porque “hay muchos”: para alguien a quien le molestan estos roedores, “muchos” pueden ser apenas más de uno. En todo caso, de lo que los pobladores nordelteños se quejan está más referido a la densidad (cantidad de carpinchos por metro cuadrado de barrio cerrado) que a un número poblacional que se haya desajustado.

No es que no pueda haber superpoblación de una especie, cosa que por ejemplo puede producirse cuando desaparece su predador o hay una abundancia inusitada de alimento. Pero jamás es un concepto subjetivo: debe ser un dato. Y los datos se obtienen a través de estudios académicos que, sobre la población de carpinchos en Nordelta, no se conocen, si es que existen. Tanto la Sociedad Argentina para el Estudio de Mamíferos (SAREM), como el Grupo de Investigaciones en Ecología de Humedales de la Facultad de Ciencias Exactas, entre otros, reconocen la existencia de un conflicto pero rechazan la noción simplista de la superpoblación ante la ausencia de estudios de campo que la certifiquen.

En cambio, lo que abundan son datos “no oficiales” brindados por la Asociación Vecinal Nordelta, que asevera, sin censo ni relevamiento metodológicamente riguroso del que se tenga conocimiento, que los carpinchos se han triplicado en los últimos años. Es notorio que esta asociación vecinal representa a una de las partes en la controversia, a tal punto que su principal vocero es el gerente de comunicaciones de la empresa Nordelta y se coloca la indumentaria “casual” de vecino –y oculta su atavío profesional– cuando aparece ante los medios para hablar de estos asuntos de convivencia animal. Los carpinchos carecen de voceros.

Ahora bien, ¿cambió la composición y el número poblacional de la especie carpincho en el Delta del Paraná (más allá incluso de los límites físicos del barrio privado)? Es posible. Para ello opera un factor permanente, que es “el cambio en el uso del suelo cada vez más intenso en los pastizales pampeanos, y las modificaciones en la estructura y la composición del paisaje que afectan de manera directa a los mamíferos locales”, según el “Estudio de la población de carpincho (Hydrochoerus hydrochaeris) en el área natural protegida ‘El Morejón’, Campana (Buenos Aires)”, de Tatiana Noya Abad, Javier Calcagno y Valeria Baudi. Y un factor coyuntural: la baja circulación humana durante la pandemia, la oferta excesiva de alimentos y la propia infraestructura inmobiliaria que con sus lagos y espacios verdes favorece la movilidad de los animales han sido elementos disparadores de su reproductividad, según un análisis de la SAREM y otros científicos del Conicet.

“Nordelta se encuentra incluido en el área de distribución original del carpincho, que junto a otros animales habitaban esas zonas previamente a la construcción del complejo habitacional”, dice SAREM dando por terminado con el insólito argumento de los habitantes de ese barrio respecto de que estaban “antes de que lleguen los carpinchos”. Los capibaras son anteriores al humano en la ocupación del ambiente deltaico y no por eso demandan erradicación de los invasores.

Con una bonhomía conmovedora, aunque con sustento científico nulo, el repentino especialista Scioli busca aportar una solución sospechosamente idéntica a la que proponen los vecinos afectados: crear un “santuario” (o campo de concentración, según se mire) al que trasladar a los invasores carpinchos para que convivan entre sí mismos y no con personas que padecen el ataque artero a sus jardines. Scioli empatiza también con los (pocos) humanos “familiarizados con esta especie”, según sus propias palabras: “Estamos pensando en que puedan hacerle un seguimiento, vean que se los va a trasladar a un lugar mejor, y que puedan visitarlos. Este procedimiento se hará en acuerdo con las familias”, sostuvo emocionado. Faltaría chequear la opinión de los carpinchos.

La “solución final”, por lo tanto, sería confinar a los carpinchos allí donde tengan agua, pasto y, básicamente, no pongan en riesgo la propiedad privada. Pregunta: ¿qué harán con aquel carpincho desobediente que se atreva a desafiar los límites impuestos?

Aclaración indispensable: no se conoce un solo estudio científico (ni antecedente alguno en el mundo) que avale semejante idea. Y, dicho sea de paso: ¿allí se llevaría solo a los carpinchos que molestan en Nordelta o a todo otro que se encuentre por allí? No, claro, los numerosos carpinchos de los Esteros del Iberá son adorables porque están en la naturaleza prístina y son objeto de admiración para quienes viajan hacia allí a disfrutar de los paisajes agrestes. Los animales silvestres solo se admiten si están insertos en la naturaleza indómita, caso contrario son invasores.

Es cierto que hay un problema. Un problema que arranca con la decisión inconsulta, arrebatadora, mezquina y especulativa de arrasar con el bien común llamado humedal y convertirlo en un coto privado, sin estudio previo del impacto que impone sobre la fauna y la flora locales. Y, de paso, anula los beneficios (regulación de inundaciones, biodiversidad, sitio de emplazamiento de especies nativas) que esos humedales brindaban generosamente. Un problema que se agrava con la tozudez de una especie de permanecer en un hábitat original.

¿Hay solución?
Por supuesto que sí, aunque pueda no ser absoluta ni satisfactoria para quienes se sienten hostigados por los roedores herbívoros. Pero la solución exige una condición: la convivencia. Caso contrario, resuena como una paradoja cruel que aquellos que se van a vivir a un country para disfrutar “la naturaleza” consideren intolerable la aparición de uno de sus integrantes más puros. Esa solución la brinda la ciencia a través de la elaboración de un plan de manejo en el que se diseñen mecanismos (cartelería, cercos vivos, senderos de bajada a los lagos, control de la natalidad, alimentación direccionada, corredores biológicos y cientos de otros dispositivos) para que los animales y las personas puedan estar en el mismo espacio sin pretender eliminarse mutuamente.

Carpincho cero está lejos de ser esa solución.

por Sergio Federovisky

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