Es una época apta, podríamos decir que ideal, para una arquitecta del escándalo mediático como Viviana Canosa. En un tiempo donde la desmesura de las formas ha quedado habilitada por la representación mayor del enunciado público que es la voz presidencial, alguien como ella, a quien nunca le importó demasiado que la habiliten o no, debe sentirse más cómoda que nunca para soltar su periodismo pirómano de las pantallas y prender fuego nuestra televisiones y dispositivos con un shot de presencia bruta, obtenido a caballo de una denuncia cuya mezcla atolondrada de hechos presuntos y famosas de alto tráfico le entregó a Viviana lo que venía buscado desde el primer momento, que no es rating, ni fama. Es instalación.
Canosa, matrizada en la fragua de Chiche Gelblung y Jorge Rial, de quienes aprendió que la verdad no tiene porqué arruinarte una buena historia, lo sabe de sobra: para estar te tienen que ver. Para que te vean, te tenés que mostrar. Asomar el cogote, romper algo, meter ruido. Claro, no es especialmente buena en lo que hace, entonces, cuando busca en la caja de sus atributos siempre termina eligiendo el mismo: su fuerza, porque sí es fuerte en lo que hace. No es virtuosa, es decidida. No es genial, es determinada. Paga con osadía lo que le falta de ingenio. Dura, Viviana, a la rodilla, sin estómago ni contemplaciones. Es de las que te venden talento pero abrís el paquete y era voluntad.
El escándalo es una mercancía de la época y, como toda mercancía, tiene su naturaleza. El jaleo Wanda- Icardi venía mostrando una fatiga de los materiales y era momento de dejarlo respirar. Pero a las plateas hambrientas de morbo que somos no se nos puede abandonar así como así, sin carne que masticar, sin el espectáculo de las miserias humanas que nos llenan los ojos de estupor y el cuerpo de goce, porque entonces nos ponemos abstinentes y enseguida le entramos a dar con el dedo al scroll de Instagram, que es el nuevo tuiter (y tuiter es el nuevo Facebook) y cambiamos grilla de los canales por videos random de veinte segundos en los teléfonos. Ningún gerente de programación nos quiere en nuestros móviles fuera del alcance de los anunciantes que nos venden Ibu 400 y Gargaletas, así que siempre debe haber un escándalo en puerta.
El tema es cuál, y acá es donde aparece la dupla de Viviana Canosa y Andrés Bombillar, su productor general, su carnicero del rating, para acompañarse mutuamente en el establecimiento de nuevos límites: la ingesta en vivo de dióxido de cloro, el revoleo silvestre de pedofilias presuntas, lo que sea que asegure el rasgado de la pantalla, el alto impacto de la noticia aparente, el asombro sin tregua, la fascinación sin lenguaje, el susto, el estupor.
No la conozco personalmente, pero sospecho que Viviana es de las que escuchan sus propios audios recién enviados. No tanto para verificar lo que dijo como para corroborar la luz helénica de sí misma, el encanto áspero de su propia voz y darle cuerda así a un hedonismo del espejo. De hecho, su programa de esta última semana ha sido un largo audio de ella escuchándose. Ya el lunes sospechábamos que la rodeaba un panel, cosa que pudimos comprobar recién el viernes cuando finalmente le dio permiso a esa pobre gente para hablar.
Como Fort, como Milei, quizá como todos nosotros pero por alguna razón histriónica en ellos queda un poco más expuesto, más a la vista, Viviana tiene un asunto con el Yo. En todos los casos, el patrón es el mismo: buscar altura, elevación, una singularidad de la escala. Fort se puso talones de silicona para ganar unos centímetros. Milei cuelga cuadros de sí mismo en Olivos donde se lo ve como a un Wolverine de musculatura superlativa, fibroso de bíceps, fuerte y bien recortada la curva del deltoide. ¿Y Viviana?
Viviana mira a cámara convencida de que nos está entregando un momento de exquisita profundidad, un dorado instante de fulgor introspectivo. Es verla y saber que se siente maravillosa, se siente su propia barbie girl en su propio barbie world, su propia Juana Viale. Después, la cámara se apaga y quiero pensar que alguien, quizá el mismo Bombillar, le debe decir, como despertándola: pst, ey, Vivi, que Juana Viale se nace.
Pero eso ya no lo sabemos. Sabemos lo que vemos, y lo que vemos es a una show woman del parque de diversiones del infoentretenimiento vareándose por las pantallas, teniendo internas con unos y con otros, yéndose de los lugares como envolviéndose en su capa del siglo XIX, mosquetera indómita, y boqueando dignidad, boqueando conducta, y pasan los años y ella sigue de vareos. Varear, infinitivo, novena acepción de la Real Academia Española: pasearse con lucimiento.
Hay algo bueno para anotar, sin embargo, en medio de todo este periodismo de lupanar. Hubo un reactivo. El desenfreno, la desmesura, el descuido, el desquicio, la mala praxis informativa, el derrape, la afrenta, el oprobio, la injuria, la sangría de nombres y el desconcierto de hechos encontraron, esta vez, de manera contundente, un reactivo. Y así como Canosa nos interpreta y sale a vender el sedimento morboso para las masas que somos, también voces como la de Mariana Fabiana o Florencia Peña nos interpretan y salen a pedir límites frente al desparramo y el descontrol. Siempre nuestros artistas, comunicadores, habitantes crónicos de la pantalla, somos nosotros en ellos hablando. Porque por alguna razón están coronados en la paleta de figuras públicas que nos organizamos como sociedad para consumir, para consumirlos. Somos Canosa y somos también las respuestas que recibió. Toda televisión es siempre un enunciado, es siempre lenguaje. Y todo lenguaje es siempre representación. Si la televisión no representa, se cae, sale del aire. Muere.
Somos un país que está buscando sus nuevos tonos, su nueva ecualización. Y cuando le entregamos rating (que es como entregarle poder) a una voz que la pifia, también somos capaces de entregarle poder a otras voces que vienen y la reparan. Y todo ocurre en televisión, ese rectángulo encendido que desde hace 75 años, por reflejo, por refracción, nos viene contando a los argentinos quiénes somos.
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Alejandro Seselovsky
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