Con o sin atraso cambiario, los argentinos nos hemos (mal) acostumbrado, y hasta tomamos como natural, que precios de productos que abundan en el mundo, desde cubiertas para coches a pantalones jeans, freidoras o zapatillas, cuesten fronteras adentro el doble o más que en cualquier país, que puede ser un país de otro continente o vecino. Hoy se habla, con asombro por la diferencia de precios y con cautela por cierto temor al síndrome de la “plata dulce”.
El tema de los turistas argentinos arrasando en Chile y Brasil es el hit del verano. Se menciona mucho del impacto sobre las reservas en dólares del Banco Central y de lo caro que será, eventualmente, pagar la fiesta.
Una conversación que deja en segundo plano lo que mencionamos al principio. Lo caro que están las cosas en la Argentina. Y lo totalmente justificado que es ir a comprarlas afuera. Y lo muy cerrada que es la economía argentina, desde hace décadas. Vale recordar que estas cosas ya estaban caras antes de que el programa económico vigente desde diciembre de 2023 impulsara una fuerte apreciación del peso frente al dólar. Lo que mantiene vivo el debate por el “atraso cambiario”. La diferencia es que en 2023 los brasileños y chilenos venían a hacer “deme dos” acá. Ahora es al revés. Pero para los argentinos los precios eran caros antes y ahora. Algunos se sienten más cómodos cuando “estamos regalados” para los extranjeros. Preguntar en los restaurantes top de Palermo, sin ir más lejos.
La pasión por comprar zapatillas afuera -hasta al ministro Luis Caputo se lo vio revisando modelos en un mall de Estados Unidos hace unos meses- coincidió esta semana con la noticia sobre el cierre de una fábrica de zapatillas en Coronel Suárez que ponía en riesgo 350 puestos de trabajo.
Más allá del costo laboral e impositivo que incide en el precio final de una zapatilla armada en la Argentina, resulta bastante evidente que a cualquier fábrica de zapatillas que funcione en la Argentina le será muy difícil plantarse a competir contra las fábricas que producen un producto similar en algún lugar del sudeste asiático.
En cuanto a los electrodomésticos, algo similar. Los precios que se pueden ver en los shoppings de Santiago de Chile irritan cuando se los compara con los precios en Argentina. Sobre todo porque los lavavajillas que se compran en Chile y los que se arman acá tienen el mismo ADN. En Chile los importan armados desde, por ejemplo, Corea del Sur. Acá un importador (uno solo, o dos) los traen desarmados y los ensamblan acá. Se van los dólares igual hacia Corea del Sur, tanto en Chile como en Argentina. Pero la diferencia la hace el precio al consumidor. Y la diferencia la hace el empresario hiper-protegido local.
Lo mismo se puede aplicar a teléfonos celulares, heladeras o muebles de cocina. Esto último chequear en un local chileno de Ikea. Los empresarios se escudan en los puestos de trabajo que generan acá (que no son muchos ni tan bien pagos) pero sin tener en cuenta lo incontrastable: por qué el resto de los consumidores tienen que pagar precios imposibles.
Se hizo viral días atrás el video de tres señoras españolas que estaban de paseo por una tienda de origen español que opera en Buenos Aires. Y no podían creer la diferencia de precios, increíblemente más altos acá.
Posiblemente lo que está ocurriendo con los turistas argentinos que están llenando en este momento baúles y valijas no es normal. Tampoco que vengan turistas de países limítrofes y, para el caso de los que seguían a sus equipos de fútbol en la Copa Libertadores, tomaran como diversión quemar billetes de nuestra moneda. El equilibrio debe estar lejos de estos dos extremos. Pero la solución debería, en principio, terminar con los cotos de caza que armaron ciertos sectores empresarios. Sería inmoral que un conductor que viene de Chile se viera obligado a tolerar que un empleado de Aduana revise si cambió las cubiertas al otro lado de la Cordillera.